2010-12-03

Farewell


El último trago significaba justamente eso: el último. Tómo la taza de café y la dirigió hacia la boca con especial lentitud. Mientras tanto, él veía el objeto acercarse a sus labios cuadro por cuadro, casi como la víctima suele ver pasar su vida en lo que la bala tarda en hacerle trizas el corazón. Nunca tan lejano el símil. La escena no era muy distinta de las que típicamente se suelen dar en una despedida: nadie dice nada, pero se entiende todo. O lo que es peor: quieres decir todo, pero callas, y el silencio queda bañado en ambigüedad, convertido en frustrados y apagados gritos.

Se miraron como si ése fuera el último café, el último momento juntos, el último abrazo, el último aeropuerto o, siquiera -por muy mediocre que sea- la última despedida. Se abrazaron tan profundo, que la exigencia de un retorno se tatuó tácitamente en sus cuerpos. Volver a verse era la premisa. Pero el futuro tenía tanta inconsistencia como la bocanada de humo que ella soltó antes de dejarlo todo (absolutamente todo) en esta ciudad. No se puede asir aquello que no pesa más que la incertidumbre. Apagó el cigarrillo con la misma decisión con la que meses atrás le dijo que se iría y tomó las pocas cosas que llevaba con ella. Mientras menos cargara, más fácil se le haría el viaje. Parecía que ésa era la idea: no mirar atrás, no matter what.

Se miraron un rato más, pero sólo un pequeño instante; lo suficiente como para adivinar (o asegurar) que el tiempo haría su trabajo como el óxido lo hace con metal. Lento, pero seguro. Ya como resignado tomó la flor que ella había dejado sobre la mesa y se unió al cortejo fúnebre que sin querer le rendían al futuro. "Te lo dije", le hubiera increpado si hubieran podido tener siquiera la oportunidad de reprocharse algo; pero ya no tenía fuerzas ni siquiera para llorar o tomar su mano, que se mecía con cada paso. El trayecto no duró demasiado, porque de la cafetería a la salida de vuelos internacionales no había más que 10 o 20 metros (que no es igual en distancias emocionales... Uuufff).

Él se resistió a seguirle el paso, a convalidar con su silencio la pena capital que el avión sentenciaría al despegar de la pista cada una de esas gigantes llantas. Se quedó estático, observando cada cabello que la decidida espalda de ella le mostraba. Cuando se dio cuenta, volteó y mostró un gesto adusto, como reclamándole el hacer más difícil la situación. No bien observó sus ojos, realmente entendió el dolor que su partida (literalmente hablando) dejaba en él. Se le llenaron los ojos de lágrimas y corrió buscando encontrar el niño que bien sabía que en él habitaba.

No hubo palabras, sólo el imaginario quiebre de algo que difícilmente puedo explicarles. No hubo sino la seguridad que nada, nada volvería a ser lo mismo. Ahora recuerda ese húmedo abrazo, ese nervioso beso y esa sensación de pérdida que hasta hoy experimenta cuando pisa el aeropuerto.

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